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Portada Colaboraciones Fernando Sahún Érase una vez un himno que no tenía letra


Érase una vez un himno que no tenía letra

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Selección española de fútbol

ÉRASE UNA VEZ UN HIMNO QUE NO TENÍA LETRA

Junio - julio, 2016

—Aquí Radio Fantasía, París. El invitado de hoy ha sido noticia estas últimas semanas en todos los medios de comunicación por su participación en el gran concurso de himnos celebrado en Francia durante los meses de junio y julio de 2016. ¡Por favor, preséntese usted mismo!

—¡Hola a todos! Soy un himno que vengo sirviendo a mi país desde hace más de doscientos cincuenta años. Puedo presumir de ser uno de los más antiguos de Europa, ya que mis orígenes se remontan a mediados del siglo XVIII. Al principio era una “Marcha de Granaderos”; luego me elevaron a la categoría de “Marcha Real”, título que en 1871 conmutaron por el de “Marcha Nacional”. Solamente los himnos de Holanda y Gran Bretaña me superan en edad.

—Supongo que en su nacimiento letra y música irían a la par.

—Pues no. Una de mis características, amigo mío, es que no tengo letra oficial, solo música. De los veinticuatro himnos que hemos participado en la fase final de este gran concurso, soy el único que no tiene letra.

—¡Qué me dice!

—¿Verdad que le parece insólito? Pues a mí también. Nunca he sabido la causa. Para que se haga usted una idea, solo existen otros dos himnos en el mundo que padecen la misma desgracia que yo: el de la República de San Marino y el de Bosnia- Herzegovina. La clave de sol, las notas musicales y algunos bemoles y sostenidos desperdigados por mi pentagrama es lo único que tengo.

—¿Y se atreve a salir de casa en estas condiciones?

—¡Qué quiere que haga! Me han elegido para representar a mi país y procuro cumplir lo mejor que puedo, al menos en lo tocante a la música.

—¡Vaya, vaya con el himno! Supongo que con esta guisa sus funciones estarán limitadas a cuestiones domésticas.

—¡Qué dice usted! He viajado por todo el mundo, unas veces acompañando a los políticos de mi país y otras formando parte de expediciones comerciales, culturales o militares. A veces me llevan enlatado; otras me interpretan grandes orquestas, con muchas trompas, trompetas, trombones, tubas, oboes, tambores, timbales, instrumentos de cuerda, etc. En este aspecto no puedo quejarme. Mi compañera de viaje suele ser siempre la bandera. Trabajamos muy bien en equipo. Cuando la izan a ella, yo la acompaño con mis notas musicales hasta que asciende a lo más alto del mástil.

—¿Y cómo ha sido el recibimiento que han tenido por esos mundos de Dios?

—Mire usted, señor entrevistador, a veces nos respetan más fuera que en nuestra propia casa. Ha habido ocasiones en que allí, en nuestro país, nos han silbado a ambos, a la bandera y a mí, como si fuéramos los culpables de todas sus desventuras. La pitada más sonada, quizá la recuerde usted, tuvo lugar no hace mucho en un acontecimiento deportivo. Mire cómo sería la cosa, que hubo tiendas que se especializaron en la venta de silbatos. No lo entiendo. Me duele decirlo, pero cuando viajamos al extranjero nos tratan mejor que en nuestro propio país.

—Supongo que las autoridades, aunque solo sea por eso del protocolo, mostrarán más educación y sensibilidad hacia ustedes.

—Con respecto a eso hay una cosa que siempre me ha llamado la atención. Se trata de las caras que ponen las autoridades y demás personajes mientras escuchan mi himno. Por lo general, los mandamases presentes, que suelen ocupar el palco principal, adoptan una actitud trascendental, inexpresiva, distante, como si eso no fuera con ellos. Otras veces, sobre todo cuando viajamos por alguna de las comunidades autónomas de nuestro país, las personalidades de la tribuna lo pasan muy mal mientras suena el himno porque nos ven, a la bandera y a mí, como símbolos opresores, como los causantes de todas sus desgracias. Y lo peor del caso es que esta actitud de repulsión hacia nosotros va acompañada a veces de silbidos y gritos de rechazo por parte del público asistente. No sé a qué se debe tanta aversión hacia nosotros.

—Pero no todo serán desdichas, digo yo.

—En nuestras intervenciones, que son muy diversas, hay de todo. En lo que más disfrutamos ambos, bandera e himno, es en los triunfos de nuestros deportistas en las competiciones internacionales. Conseguir que nuestras notas musicales y nuestros colores desborden la emotividad de los nuestros cuando suben al podio, enrasando sus ojos de lágrimas, es lo más gratificante a que uno puede aspirar.

—¿Y lo último que le ha dejado huella, señor himno?

—Pues mire usted, hace un par de años se convocó un gran concurso europeo de himnos nacionales. Para su interpretación cada país participante debía presentar un coro de once personas, uniformadas con camiseta y pantalón corto, con sus correspondientes colores. En una primera fase, los países fueron eliminándose de dos en dos hasta que quedaron veinticuatro. Entonces se dieron un respiro y, al llegar la primavera de 2016, se citaron todos ellos en Francia para continuar las eliminatorias hasta conseguir la proclamación de un campeón.

—Si no me equivoco, usted está hablando de la Eurocopa.

—Tal vez sea eso. El caso es que estos veinticuatro países se distribuyeron en seis grupos, de cuatro equipos cada uno, para competir en forma de liguilla. Los dos primeros de cada grupo pasarían a la fase siguiente, a los octavos de final. Nuestro país tuvo por compañeros y adversarios a la República Checa, a Turquía y a Croacia.

—¿Y en qué escenario se celebró ese gran acontecimiento?

—Para la actuación de los veinticuatro coros se eligieron unos escenarios grandiosos, distribuidos por las principales ciudades de Francia. Su estructura era muy similar en todos ellos. El núcleo central estaba constituido por una enorme explanada rectangular cubierta de césped, que podía llegar a superar los cien metros de largo por los sesenta de ancho, reservada exclusivamente para la actuación de los coros.

—¿Y el público dónde se situaba? Porque supongo que harían todo eso para que la gente lo presenciara.

—¡No se precipite, hombre! ¡Vayamos por partes! Alrededor de aquel manto verde se levantaba, en forma de abanico, un enorme graderío para el público, cubierto a veces para protegerse de las inclemencias del tiempo, donde llegaron a aposentarse, según las actuaciones, sesenta, ochenta y hasta cien mil espectadores.

—¿Seguían ustedes un protocolo o actuaban a su aire?

—En las actuaciones el protocolo era siempre el mismo. Los dos coros competidores, vestidos con sus mejores galas, salían al césped formando dos filas paralelas. Delante de ellos, y portando un balón en sus manos, caminaba el juez del concurso vestido de distinto color. Sin romper las filas, los componentes de ambos coros se situaban en línea recta, unos al lado de otros, mirando de frente hacia la tribuna principal, donde se encontraban las más altas autoridades, tanto políticas como deportivas. Era el momento más emotivo y expectante. Solo recordarlo me pone carne de gallina. ¿Sabe usted lo qué son miles y miles de personas, puestas en pie y en total silencio, esperando a que suenen las primeras notas musicales de su himno? ¡Impresionante! ¡Inolvidable! ¡Solo por ello ha valido la pena haber vivido una vida!

—¿Con cuál de los tres países citados más arriba abrieron ustedes la competición?

—En nuestra primera intervención, que tuvo lugar el 13 de junio en la ciudad de Toulouse, nuestro competidor en la interpretación de himnos fue la República Checa. Una vez situados ambos coros frente a la tribuna, y en medio de un ambiente impresionante, se anunció primero y se atacaron después las primeras notas del himno checo. Tras unos compases musicales previos, los once componentes de su coro, vestidos en esta ocasión de blanco, se lanzaron a cantar su himno con un entusiasmo desbordante. Con la mirada perdida en el horizonte, la mano derecha sobre el pecho y toda la fuerza de sus pulmones, desgranaron la letra de su hermoso himno con energía y pasión, acompañados a voz en grito por su público, que blandía banderas y pancartas de apoyo.

—Y mientras tanto, ¿qué hacían ustedes?

—¡Pero hombre de Dios, qué vamos hacer! ¡Pues escuchar! A continuación, y tras una pequeña pausa, los altavoces del recinto anunciaron y lanzaron al viento las notas musicales del himno de mi país, es decir, mis notas musicales. Los once cantores de nuestro coro, ataviados en esta ocasión con camiseta roja y pantalón azul, adoptaron una actitud respetuosa y atenta hacia su himno, pero de su boca no salió ni la más mínima expresión, ni una palabra, ni siquiera un leve movimiento de sus labios, ni una mueca. Claro que si se examina la cosa fríamente, es hasta comprensible. Si nuestro himno, que soy yo, no tiene letra, ¿qué iban a cantar nuestros representantes?

—Supongo que los once componentes del coro de su país, ya sea en su rostro, en su mirada o en su modo de estar, mostrarían algún tipo de sentimiento, alguna emoción mientras sonaba el himno. ¡Pregunto!

—Eso sí. En sus rostros podían observarse expresiones muy curiosas. Así, por ejemplo, el primero de la fila, que parecía ser el más importante del grupo (luego me enteré de que era el capitán, aunque no sé qué demonios pinta “un capitán” en un lugar donde no hay tropa), dirigió la mirada hacia el cielo con los ojos muy abiertos, como si acabara de tener una revelación divina, y en esa actitud de éxtasis permaneció hasta que finalizó la última nota musical. En sus labios, sin embargo, no se dibujó ni el más mínimo tic. Otros cantores, la mayoría, miraban al frente con una expresión indefinida, como quien ya está curtido en este tipo de situaciones embarazosas. Lo único que deseaban, se veía a las claras, era que el mal rato terminara cuanto antes. Incluso hubo uno, muy espigado él, que mientras sonó el himno mostró en su rostro una compostura aburrida y desganada, como diciendo: “Tan bé que canta la meva dona, i haver de suportar aquesta patxangada…”, es decir, “con lo bien que canta mi mujer, y tener que soportar esta pachangada…” En fin, la escena en general podría calificarse de anodina, insulsa e indigna de un país tan importante como el que yo represento. Pero así son las cosas. Las cámaras de Tv, mientras tanto, no paraban de enfocar los rostros de nuestros cantores para ver si movían al menos la comisura de sus labios. ¡Ni por esas!.

—¿Y qué hizo su público mientras tanto, abucheó a sus cantores, grito eso de “fuera”, “fuera”, “fuera”…, cómo reaccionó ante semejante espectáculo bochornoso?

—Los seguidores de mi país que asistían al evento, que ocupaban casi la mitad del graderío, viendo que los once intérpretes no decían ni mu, en vez de quejarse, de maldecirlos o insultarlos, se lanzaron por su cuenta a tatarear nuestro himno a grito pelado, blandiendo al mismo tiempo sus banderas y pancartas. Unos recurrieron al consabido “Lo-lo-lo-lo-loro-loro-loroloro-loro-lo-lo, loroloroloro, lo-lo-loró-lo-loró-lo-loró lolololo-lo-lo-loro-loro-lo-lo…”. Otros utilizaron como letra el típico “La-la-la-la-lara-lara-lara lalalalalala lara-lara-lara, lalalala…” Los hubo incluso que optaron por el tradicional “Tachín, tachín…”. Repito, todos los espectadores de mi país en bloque cantaron a voz en grito su himno, que soy yo, para disimular en lo posible el lamentable espectáculo que estaba dando el coro de los once. Sí, podían haberse quedado callados como somardones, como los del coro. Pero no. Apelando a su ingenio, nuestros seguidores crearon su propia letra y atronaron el enorme escenario con sus vibrantes voces a pleno pulmón. Al finalizar la interpretación, y dado el gran entusiasmo que las gentes de mi país habían puesto en el empeño, todos los presentes prorrumpieron en una gran ovación. ¡Fue maravilloso!

—¿Y qué pasó después?

—Terminado el concurso de himnos del día, los componentes del coro ejecutaron para el público diversos juegos y malabares con el balón, pasándoselo de forma artística, quitándoselo unos a otros, etc. Yo, mientras tanto, permanecí en la sala de música en compañía de los demás himnos del concurso, dispuestos a intervenir en cuanto fueran solicitados nuestros servicios. Luego me enteré, por medio de una persona del público, que los juegos de malabares que los veintidós cantores, once por cada lado, estaban practicando sobre el verde césped tenían por objeto introducir el balón en un marco rectangular de madera que había en cada extremo. Al parecer, en este tipo de actividades nuestros cantores fueron más habilidosos y creativos que los de la República Checa, por lo que el director de ceremonias (dicen que se llama árbitro) nos dio por ganadores a nosotros, cosa que me sorprendió bastante dado el pobre papel que habíamos desempeñado en la interpretación del himno. Por lo visto, todo cuenta.

—¡Y qué tal se ha llevado con sus colegas los himnos durante el concurso?

—Muy bien. Fueron todos muy amables conmigo. Mientras los cantores ejecutaban los juegos malabares tuve ocasión de charlar con el himno checo, cosa que me resultó algo difícil debido al idioma. Menos mal que el himno alemán, muy atento él, me echó una mano, ya que domina bastante bien ambos idiomas, el nuestro y el checo, por haber veraneado varios años en nuestro país. Esta fue nuestra conversación:

—Hej, ¿proč nemáte své texty písní? Que traducido significa algo así como: “Oye, ¿por qué tu himno no tiene letra?”

—¡Nunca lo he sabido, amigo mío! —contesté—. ¡El caso es que en mi país hemos tenido y tenemos escritores muy buenos! ¿Has oído hablar alguna vez de “Don Quijote”?

—Samozřejmě, ¿kdo neslyšel o Donu Quijotovi? Es decir, “Por supuesto, ¿quién no ha oído hablar de Don Quijote?” — respondió el checo con ese farfulleo, que más parece una amenaza que un idioma.

Luego me contó que el himno de su país, estrenado en 1834, describe poéticamente la belleza del paisaje checo con sus bosques, riachuelos y jardines en flor. Que por su carácter emotivo, difiere de los acordes marciales de la mayoría de los himnos nacionales. Que no habla de política ni batallas ni vencedores ni vencidos, solo de la belleza natural de su país. El himno alemán, que como dije me sirvió de intérprete, me tradujo algunos versos que me emocionaron. Dicen así:

¿Dónde está mi hogar? ¿Dónde está mi hogar?

El agua susurra en las praderas,

los pinares murmuran por las laderas,

en el huerto brilla la flor primaveral

como deleite del paraíso terrenal,

esa es la preciosa tierra,

tierra checa, mi hogar,

Embargado por una especie de envidia, no pude menos que hacerme esta pregunta: ¿Por qué los hombres y mujeres de mi país, que es tan bonito o más que la República Checa, no son capaces de ponerse de acuerdo de una vez por todas para plasmar en la letra de su himno algunas de las cosas tan hermosas que tenemos y que son la admiración del mundo?

—Tras esa mala experiencia inicial, el concurso siguió adelante. ¿A cuál de los dos países restantes se enfrentaron ustedes a continuación?

—El segundo concurso de himnos para mi país tuvo lugar el 17 de junio de 2016 en la ciudad de Niza, un bello enclave de la Costa Azul. Teníamos que competir con el coro de Turquía, país que se encuentra a orillas del mar Negro, y al que he viajado varias veces, entre otras cosas para acompañar a esos deportistas larguiruchos que meten el balón por una canasta. La gran sorpresa nos la dio el moderno y magnífico escenario donde se celebró este concurso. Se trata de una obra reciente, inaugurada en 2013. Por el exterior semeja un neumático medio desinflado, transparente, con los típicos dibujos de la rueda. ¡Impresionante! En el interior, aparte del tupido césped, llama la atención la enorme cubierta que protege a todo el graderío de las inclemencias del tiempo. Para nosotros, fue todo un honor poder actuar en un marco tan espectacular.

—¡Oiga, señor himno, le ruego que vaya usted al grano, que no se diluya en fútiles divagaciones! Supongo que en esta ocasión se corregirían los errores cometidos en la primera intervención.

—Pues no. Se cumplió el protocolo a rajatabla: salida de los cantores en dos filas paralelas, con el juez delante portando el balón; colocación después en una fila única frente a la tribuna, etc. Pero tal como ocurrió con la República Checa, cuando sonó mi himno, nuestro coro, que ese día vestía también de rojo y azul, permaneció mudo. Los once componentes del mismo se limitaron a poner las caras de siempre. El que miraba fijamente al cielo como si de pronto se le hubiera quedado la mente en blanco, siguió mirando al cielo. Los que mostraban una actitud de “esto no va conmigo, lo mío son los malabares con el balón”, prosiguieron su excursión por Babia. El primerizo que intentaba disimular su enorme emoción apretando fuertemente los dientes y frunciendo el ceño, continuó triturando las treinta y dos piezas de su boca. Los que miraban al frente sin inmutarse por semejante cosa, tal vez a causa de su veteranía, siguieron disfrutando del diáfano horizonte. El espigado mozarrón que se encontraba alicaído porque prefería las canciones y los bailes rítmicos de su pareja antes que escucharme a mí (creo que tampoco le caigo muy bien), mantuvo todo el tiempo esa cara que se le pone a uno cuando quieres una cosa y no te la dan. Es decir, que ninguno de ellos movió, ni por asomo, la comisura de sus labios. Sus bocas permanecieron atrancadas a cal y canto. Por el contrario, creo que no hace falta decirlo, el coro turco, llegado el momento, cantó su himno con gran entusiasmo, emoción y energía.

—¿Y cómo se comportó el público de su país en esta ocasión, se sobrepuso a las circunstancias o se hundió en la desesperación ante tanta vergüenza ajena?

—Las gentes de mi país, viendo la actitud atolondrada del coro, no solo no se hundió en la miseria y la vergüenza, sino que redobló la euforia y la exaltación del primer día y tatareó el himno con todas sus fuerzas. Unos con el lo-lo-lo…; otros con el lala-la…; los de más allá con el ta-ta-ta, atronaron el graderío y el escenario en pleno, dejando con ello más en ridículo, si cabe, al enmudecido coro. Ya no se trataba solo de si el himno tenía letra o no; de si los del coro se habían dormido o estaban contando nubes, se trataba de que se notara la presencia de las gentes de nuestro país en aquel grandioso escenario. Y eso tuvo premio. Por el entusiasmo, la simpatía y el fervor que nuestro público mostró hacia su himno y su país, se hizo merecedor de la gran ovación que, una vez más, le brindó el graderío en pleno puesto de pie. ¿Qué le parece?

—La actitud de su público me parece muy loable, pero no sé si se da usted cuenta de que han ido ustedes a un concurso de himnos, y su coro sigue sin abrir la boca. ¿Cree que así llegarán muy lejos?

—Tiene usted razón. Es una lástima. Pero permítame que le hable de la conversación que mantuve con el himno turco mientras los componentes de ambos coros realizaban sus juegos malabares.

—Pero no se alargue, que ustedes los himnos, cuando se les da rienda suelta, largan y largan sin parar. Recuerde que ya me habló del himno checo.

—Al entrar en conversación con el himno turco, igual que ocurrió con el checo, comenzó con la típica pregunta sobre mi letra: “Eğer şarkı yok sebebi nedir?”, es decir: “¿Cuál es la causa de que no tengas letra?” Para salir del paso, pues tampoco lo tengo claro, le dije que los habitantes de mi país lo habían intentado muchas veces, pero que no habían logrado ponerse nunca de acuerdo. Siguió diciéndome que no lo comprendía; que para redactar la letra de un himno solamente hay que fijarse en las cosas esenciales de un país, en aquellas que permanecen aunque pasen los tiempos o cambien los gobiernos, las instituciones, las leyes, las gentes…Siempre hay algo que perdura. Eso es lo que debe plasmarse en el himno.

—¡Muy bien! ¡Y luego le hablaría de su vida, de sus hazañas, de sus proezas históricas…! ¡Madre mía, qué paciencia!

—¡Oiga, se está usted poniendo un poco impertinente! Por supuesto, luego me habló de su vida, de la historia de su país. Me comentó que su nación, Turquía, es relativamente joven, pues todavía no ha cumplido los cien años de vida. Que la letra de su himno gira en torno a la bandera, porque fue ella la que unió a todos los turcos hasta lograr la independencia en el año 1923. El himno rumano, que hablaba algo de turco, me tradujo los primeros versos:

No al miedo y la consternación,

esta bandera carmesí nunca se desvanecerá.

Es el último corazón que está ardiendo por mi nación

y estamos seguros que nunca fallará.

Es la estrella de mi nación, brillando por siempre,

es la estrella de mi nación y es mía.

—Y en el plano malabarista, ¿qué tal se portaron sus chicos del coro ante los turcos? ¡A ver si valen al menos para algo!

—¡Lo que son las cosas! Ese día, como pude comprobar por la diversión y alegría que reinaba en los graderíos que ocupaban las gentes de mi país, fue redondo para nuestros malabaristas. Según me explicó mi colega el himno alemán, que de eso sabe un rato largo, los chicos de nuestro coro consiguieron introducir el balón tres veces en el rectángulo de madera de los turcos, que al parecer llaman portería, por ninguna de ellos. Y gracias a esa proeza, el juez de la contienda, pasando por alto el triste “papelón” desempeñado por nuestros cantores en la interpretación del himno, los proclamó vencedores del concurso. El pase a la siguiente fase estaba casi asegurado, pero había que enfrentarse antes a Croacia.

—¿Y cómo se desarrolló ese trance?

—Llegados a este punto, señor entrevistador, le ruego me permita pasar por alto este acontecimiento. Hay cosas en la vida que es mejor olvidarlas cuanto antes. Todo salió de mal en peor. Este concurso entre Croacia y mi país tuvo lugar en la ciudad de Burdeos el día 21 de junio de 2016. Después de la agradable experiencia de Niza, todo el mundo creía que lo de Croacia sería coser y cantar. Sin embargo, los componentes del coro croata, aparte de realizar una verdadera exhibición en la interpretación de su himno, fueron mucho más habilidosos y avispados que los nuestros en los juegos malabares, superándonos por tanto en ambas cosas. Con su simpatía y buen hacer se metieron al público en el bolsillo. El juez de la competición, ese que llaman árbitro, dio por ganadores a los croatas con toda justicia.

—¿En qué quedamos, pasaron ustedes a la fase siguiente, sí o no?

—Sí, claro. Sin embargo, al quedar en segundo lugar en la clasificación, pues Croacia nos superó por un punto, tuvimos que enfrentarnos a Italia, y eso ya no nos hizo tanta gracia. ¿Por qué? Pues porque los italianos tienen un don especial para quedarse con el público. Cantan muy bien, son simpáticos, dicharacheros, presumidos, orgullosos de su país, y eso, a la hora de captar la voluntad del público, cuenta mucho. En cuanto se supo el resultado con Croacia, el himno italiano vino corriendo a felicitarme. “Che gioia! Diamo competere di nuovo insieme!”, es decir, “¡Qué alegría! ¡Vamos a concursar juntos otra vez!”, me dijo todo contento. Aunque nos llevamos muy bien, entre los italianos y nosotros siempre ha existido cierto pique competitivo.

—¿Y cuándo tuvo lugar ese encuentro-revancha?

—El 27 de junio de 2016 en París. Eso creó una enorme expectación en el ambiente, ya que nuestros anteriores encuentros con los italianos siempre fueron muy interesantes, y hasta polémicos. Sabíamos que no iba a ser nada fácil. Con los italianos nunca se sabe cómo terminarán las cosas.

—Señor himno, no se vaya por las ramas; concrete, que se nos va el tiempo.

—En el concurso se siguió el protocolo habitual. A las seis de la tarde, hora fijada para la actuación, el enorme escenario de Saint Denís, París, estaba lleno a reventar. Los seguidores de ambos coros rugían en las gradas como fieras enjauladas. Desde la sala de música, donde nos encontrábamos los himnos, se contemplaba un ambiente extraordinario, uno de los mayores espectáculos que recuerdo.

—¡Deje de embelesarse con el ambiente y vaya a los hechos!

—¡Qué seco es usted! ¡Por si no lo sabe, los recuerdos siempre van cargados de sentimiento! Como digo, se cumplió el protocolo al pie de la letra. Los dos coros salieron al escenario formando dos filas paralelas, precedidas por el juez del concurso, que en esta ocasión vestía camiseta roja y pantalón negro. Una vez situados ambos competidores frente a la tribuna principal, todo estaba dispuesto para dar comienzo a la interpretación de los himnos. ¿Cuál sería el primero en lanzar sus notas musicales al viento?

—Sí, eso, ¿qué himno se interpretó en primer lugar?

—Sabe usted muy bien, como experto en estas cosas, que eso depende de dos palabras: local y visitante. Por deferencia, suele interpretarse primero el himno del coro visitante. Pero en esta ocasión, al ser ambos concursantes forasteros, hubo que recurrir a un sorteo para dilucidar tal cuestión. Efectuado el mismo, Italia pasó a ejercer de local y mi país de visitante. Eso implicaba que ellos debían actuar equipados con su uniforme habitual, el azul, mientras que nuestro coro, por ser visitante, tenía que conformarse con su segundo equipamiento, el blanco, con el escudo y los números en color rojo.

—¡O sea, que su país fue el primero en intervenir!

—Así es. Y de nuevo tuvimos que asistir a un lamentable espectáculo de nuestros mudos somardones, que permanecieron con los labios cerrados y aprietos como la cartera de un avaro, no fuera a ser que en algún descuido se infiltrara a través de ellos alguna de esas moscas cojoneras que pululan en el ambiente, o surgiera de lo más hondo de su subconsciente alguna impertinencia lacerante para las personas de buena fe.

—Señor himno, con todos mis respetos, creo que se está usted excediendo un poco con los chicos del coro. Recuerde que es usted el que no tiene letra.

—De acuerdo. Sé que si tuviera letra habrían cantado a pleno pulmón, como lo están haciendo sus colegas de otros países. No lo dudo. Sin embargo, se olvida usted de un pequeño detalle muy importante. ¡Para los espectadores de mi país que se encontraban en las gradas tampoco tenía yo letra, pero ellos se las ingeniaron para hacerse oír, para no pasar desapercibidos,  para que todo el mundo supiera que estaban ahí, para que quedara claro que si había que ir, irían!

—¡Por favor, cálmese! Le veo a usted muy excitado. El enfrentamiento con los italianos le ha puesto de los nervios.

—¡Señor entrevistador, que han sido cuatro, sí cuatro, las ocasiones en que al sonar su himno los chicos de nuestro coro han mantenido la boca cerrada! ¡Podrían haber pactado entre ellos alguna estrategia, algún signo de expresión, quizá algún tipo de tatareo para que sus fieles seguidores, tanto los que se hallaban presentes en el enorme graderío como los que contemplaban el espectáculo a través del televisor, pudieran comprobar que los integrantes de su idolatrado coro sentían algo, experimentaban algún tipo de emoción al escuchar su himno, aunque fuera en lo más hondo de su ser. O en caso de total ausencia de sentimientos en sus acaudalados corazones, al menos para agradecer a su país la retahíla de ceros que aparecen en las nóminas de sus emolumentos.

—¡Si saca a relucir el dinero, lo estropeará todo!

—¡Es que lo mío es para perder los estribos! ¡Veinticuatro himnos en el concurso, y tengo que ser yo el único que no tiene letra! ¿Acaso no es para tirarse de los pelos?

—Si le sirve de consuelo, le diré que muchos de esos países que presumen de letra en su himno, una vez vueltos a su casa, seguirán con sus soterradas polémicas entre los distintos grupos político-sociales porque unos la quieren así y otros la quieren asá. En todas partes hay inconformistas.

—¡Pero cuando aparecen en público, dan la sensación de unidad, de que van todos a una por la vida! ¡Y eso impresiona favorablemente a los demás países!

—Por favor, prosiga con su relato.

—Pues eso, que los componentes de nuestro coro, sabiendo que los italianos iban a salir a por todas, mantuvieron la misma actitud de pasotismo de siempre. El que tenía por costumbre mirar al cielo cada vez que sonaba su himno, siguió en lo suyo, o quizá en esta ocasión le dio por contar nubes, ver la estela de los aviones o contemplar allá arriba en el firmamento la llegada anticipada de las perseidas. El primerizo que con la emoción trituraba su dentadura, continuó apretando las mandíbulas sin tiento. Los que miraban al frente como diciendo, ¡“vaya horizonte que nos espera el día de mañana”!, continuaron soñando con lo que será su regalada vida una vez cuelguen las botas. El chico de “gastadores”, no por derrochador sino por la estatura, siguió con esa cara indefinida, entre el hastío y el hartazgo, que se le pone a uno cuando lo que hace no termina de llenarle. En fin, un coro de once jóvenes apagados y conformistas, que estaban a verlas venir, aquí me las den todas.

—¿Y cuál fue el comportamiento del público de su país?

—¡Asombroso! ¡Extraordinario! Nuestros seguidores, conscientes de que los italianos, dominados por su orgullo patriótico, iban a volcarse en la interpretación de su himno, redoblaron si cabe la pasión y el entusiasmo de los tres concursos anteriores, atronando con sus decibelios el magnífico escenario y dejando claro quiénes somos y el número de pie que calzamos. Yo, que contemplaba el grandioso espectáculo desde la sala de música, no pude menos que echarme la mano al bolsillo, coger un kleenex y secarme las lágrimas que comenzaban a brotar en mis ojos. La explosión patriótica de nuestro público maquilló en parte la decepcionante actuación de los chicos del coro.

—Veo que usted, en el fondo, es un sentimental. Pero sigamos Hasta ahora hemos hablado de los suyos, de sus actuaciones, ¿pero qué fue de los italianos, cómo reaccionaron?

—¡Pues como era de esperar! Finalizada la interpretación de mi himno, y tras unos instantes de alta tensión, arrancó sus notas musicales el himno italiano. Los cantores de su coro, enlazados con los brazos por encima del hombre, esperaban expectantes el momento de iniciar el canto. Como bien sabe usted, el himno de Italia tiene al comienzo unos compases de música ligera que no se cantan. Es como la antesala de la parte cantada. Mientras duró esa pequeña introducción, los componentes del coro permanecieron atentos, llenando de aire sus pulmones. Cuando llegó el momento del “Fratelli d’Italia”, que es la primera estrofa de su himno, los italianos estallaron en un grito unánime, destacando sobre todos las voces de los once cantores del coro. ¡Qué envidia!

—Pero alguno de sus componentes pondría menos interés que los demás. ¡Vamos, digo yo!

—Nada de eso. Todos gritaban a pleno pulmón como posesos. Si hubiera que destacar a alguien sería antes por sobresalir que por quedarse atrás. Es el caso del que llaman Buffon, que al parecer es el capitán del coro. Estaba totalmente concentrado, gritando como un energúmeno. Su voz destacaba claramente sobre la de sus compañeros. Incluso en los pequeños pasajes en que la música no tiene letra, los once cantores seguían tatareando el compás para entrar de nuevo todos a una. ¡Un verdadero espectáculo! ¡Intentar luchar contra la expresividad italiana es perder el tiempo! La interpretación del himno terminó con una explosión de júbilo en las gradas que inundó el ambiente. Si nuestro coro no hacía algo sonado en la exhibición de malabares, sería nuestro adiós definitivo al concurso.

—¿Y después de esto, cómo se le quedó a usted el cuerpo?

—Pues muy mal. No me atrevía ni a mirar a la cara a mis compañeros de la sala de música. El himno italiano, eufórico como estaba, sintió pena de mí y vino a consolarme: “Non ti preoccupare, il mio amico, un giorno avrai lettera e cercare vendetta di tutto questo che si è affetti”, es decir, “No te preocupes, amigo mío, algún día tendrás letra y te vengarás de todo esto que estás sufriendo”. Eso me animó un poco, pero mi moral seguía por los suelos. “¿Se pondrán de acuerdo algún día los habitantes de mi país para redactar una letra para mí, para su himno?”, me pregunté. Luego mi amigo me contó que el himno de Italia es distinto al de la República Checa. Que en su letra sí aparecen palabras como lucha, victoria, muerte, ya que tuvo su origen en tiempos difíciles, durante la unificación del país.

—¿Y cómo terminó este enfrentamiento con Italia?

—Una vez interpretados los himnos, los dos coros iniciaron sus juegos malabares sobre el césped para entretener al personal. Dado el carácter impulsivo de ambos contendientes, la exhibición fue muy competida. Si uno de ellos efectuaba alguna acción espectacular con el balón, poniendo en pie a sus exaltados seguidores, el otro coro no quería ser menos e intentaba superarlo. El público de cada bando, totalmente volcado con los suyos, disfrutó como nunca. Sin embargo, con el transcurrir de los minutos, los italianos, haciendo gala de su simpatía, de su picardía y de la fama de conquistadores que les precede, empezaron a gozar del favor del público en general, decantando el concurso a su favor. Y por si eso fuera poco, consiguieron introducir dos veces el balón en el rectángulo de los españoles, por ninguna de los nuestros. Y eso ya fue la hecatombe para nuestros chicos del coro. El fracaso en la interpretación del himno sumado a la derrota en la exhibición de los malabares fueron demasiadas coincidencias en contra nuestra. Visto lo cual, el juez de la contienda, que como he dicho vestía camiseta roja y pantalón negro, dio por ganadores a los italianos, lo que significaba la eliminación del torneo de los chicos de nuestro coro. No había más que hablar. Caras largas, alguna lágrima a punto de brotar, abrazos de consolación de los integrantes del coro italiano, incluso una ovación del público para levantarnos el ánimo, pero nuestra participación en el concurso europeo de himnos había terminado.

—Por cierto, señor himno, llevamos un buen rato hablando de sus hazañas y correrías a lo largo y ancho de este mundo y todavía no nos ha dicho a qué país ha representado usted en este grandioso concurso europeo de himnos.

—¡Por las barbas del gigante Ciclónides! ¿Acaso no lo he mencionado al comienzo de esta conversación?

—¡Que yo recuerde, no! ¡Se ha referido todo el rato a “mi país”, “nuestro país”, y no ha salido de ahí!

—¡Sepa usted, señor entrevistador, que soy el representante y el enviado especial de uno de los países más importantes de Europa: España!

—¡Acabáramos! ¡Haber empezado por ahí, señor mío! ¿Y qué esperaba viniendo de España? ¿Cómo van a ponerse ustedes de acuerdo para redactar la letra de su himno si tienen diecisiete gobiernos de taifas repartidos por el país; varias regiones “históricas” con mucha menos historia que otras que no presumen de ello; administraciones triplicadas, chiringuitos con bula…! ¡Vamos, señor himno, no sea usted iluso! ¡Si cada soldado de Napoleón llevaba en su mochila un bastón de mariscal, cada uno de ustedes los españoles lleva en su zurrón una “nación” particular y distinta! ¡Así no hay quien se ponga de acuerdo! ¡Dios mío, qué país!

—¡Oiga usted, sin faltar!

Moraleja: Si vives en un país “plurinacional” y pretendes redactar una letra para tu himno que contente a la mayoría, no insistas más, es una utopía.

 

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